domingo, 27 de julio de 2014

Una opinión en relación con los necesarios cambios en el magisterio colombiano

En relación con la educación en Colombia es mucho lo que se pueden decir pero para hacer los  cambios de fondo, es necesario no perder de vista algunas facetas importantes de la realidad en la que ha estado y aún sigue estando la educación en Colombia.

Se afirma, con razón, que uno de los principales elementos a tener en cuenta para elevar la calidad de la educación en Colombia es el magisterio. En esa línea se propone  revisar los sueldos, la formación, la evaluación, el reconocimiento social y en general dignificar la condición del docente; hacer llamativa la profesión para que lleguen los mejores profesionales o, al menos, mejores que muchos de los que hoy ejercen la docencia.

Cambiar el magisterio actual por uno nuevo con características ideales, acordes a las exigencias de la educación actual y futura, hace necesario revisar algunas causas del porqué se ha llegado a tener el magisterio que hoy tenemos calificado por muchos como  no idóneo para enfrentar las exigencias educativas de la actualidad.

La politiquería y su concepción de lo público

Uno de los más pesados lastres con los que ha tenido que cargar el magisterio colombiano es la politiquería. Todas las ramas y las instituciones públicas han estado desde sus inicios manipuladas por los politiqueros de turno, verdaderas mafias que no han tenido objetivo distinto que el de sacar el máximo provecho de los recursos del estado. De ello no se salvó el magisterio. Antes de la implantación del concurso como mecanismo para el ingreso de nuevos docentes  al magisterio colombiano, los nombramientos obedecían, con pocas excepciones,  a los intereses politiqueros, no a los intereses de la educación. Hizo carrera la práctica de convertir el sector educativo  en uno de los más efectivos para que los politiqueros pagaran cuotas y favores que los mantuvieran en el poder. Por esa vía llegaron al magisterio no pocos que a pesar de tener un título relacionado con la educación, o sin tenerlo, estaban lejos de tener la vocación y disposición de aportarle verdaderamente a la educación. Lo anterior sumado a una buena  estabilidad laboral, comparada con otros cargos públicos o privados, convertía al magisterio en un medio llamativo especialmente para quienes tenían pocas oportunidades laborales. Una vez nombrado solo bastaba sumarse a lo existente y justificar los pobres resultados de la función docente, si en algún momento había que hacerlo, a partir de enumerar la falta de recursos y de verdaderas políticas educativas estatales. Bajo estas condiciones lo que menos importaba era la idoneidad de los docentes. No es fácil negar que en la actualidad (2014) las prácticas  politiqueras directas no sigan incidiendo en los nombramientos de docentes, especialmente los provisionales para cubrir retiros, jubilaciones, licencias o plazas a las que pocos aceptan ir por ser de difícil acceso o por estar en zonas de gran problemática social.

La educación como un medio no como un fin

En Colombia fue normal que los directamente relacionados con la educación, en cualquier nivel, los movieran intereses diferentes a los de la educación. Con excepciones, como en todo, los altos cargos administrativos relacionados con la educación se centraban más en lo politiquero  que en los objetivos y fines últimos de la educación.  En los departamentos, sin descartar el nivel nacional, las secretarías de educación eran, hasta hace poco, de las cuotas burocráticas menos apetecidas para pagar favores políticos. Para quienes llegaban a ese cargo, su preocupación principal estaba centrada en cuánto dinero había para ejecutar, cuántos cargos para nombrar y qué tanto peso se podía tener en la administración del ente territorial. Poca o nula preocupación había por la calidad de la educación; poca o nula preocupación por los docentes en lo que tiene que ver con su idoneidad, sus prácticas de aula, modelos educativos aplicados, niveles de desempeño de los estudiantes. En lo que tenía que ver con los docentes la principal preocupación tenía que ver con cuántos y a cuáles se podían nombrar.

En el nivel de las instituciones educativas no siempre  las principales preocupaciones estaban relacionadas con la educación. La llegada a la instituciones educativas de un buen número de rectores, coordinadores, docentes, secretarias, bibliotecarias, administrativos se daba por razones diferentes al interés claro de aportarle a la educación. La docencia y otros cargos relacionados, fueron vistos y asumidos, especialmente para los pobres con algún nivel educativo, como cualquier otro trabajo y con ventajas como la estabilidad y reconocimiento social. Era una muy buena forma de sobrevivir.  

Desempleo, amistad con los politiqueros de turno, relación de intereses personales con la administración municipal fueron las razones fundamentales para vincularse a la educación. Bajo estas condiciones y sin una administración municipal, departamental o nacional que se preocupara realmente por la función docente, no se podían esperar mejores resultados de la función docente. No había autoridad moral para exigir mejores resultados o ni siquiera se pensaba en mejores resultados porque había coincidencia en que así debía ser la educación.

En las familias de la mayoría de los estudiantes de escuelas y colegios públicos se decidía que sus hijos fueran a la escuela por razones diferentes a lo educativo. La educación se veía eminentemente como medio para la movilidad social o para acceder a mejores ingresos. Ascenso social y económico, especialmente, sin mayor preocupación por lo que los estudiantes aprendían, por sus niveles de desempeño, por las metodologías aplicadas o por la pertinencia de lo aprendido. Las pocas críticas o exigencias que abiertamente los padres hacían a un docente  estaban más relacionadas con la reprobación de su hijos, que con el  cómo enseñaba, cuál era su metodología, cómo evaluaba, qué títulos tenía, cuanto aprendía su hijo o qué capacitación recibía ese docente. En general el magisterio no tenía mucho de qué preocuparse en relación con los padres de familia, más allá de promover a sus hijos. Con pocas excepciones, las reprobaciones y otras decisiones de los docentes no se cuestionaban. También se aceptaban, en buena medida, los maltratos.  

En las instituciones de educación pública, la mayoría de los estudiantes no tenían mayores preocupaciones por  qué se aprende, cuánto se aprende y cómo se aprende. De estudiar,  lo importante era “pasar”. La principal preocupación del estudiante estaba  en la nota aprobatoria, en el concepto aprobatorio del docente. Para cumplir esa meta el estudiante rápidamente se daba cuenta que la mejor estrategia era hacer lo que el docente pedía o quería, esa ara la mejor garantía para ser aprobado o promovido al grado siguiente.  Bajo estas circunstancias, tampoco desde los estudiantes, los docentes tenían mayor exigencia. Los que cuestionaban eran pocos; la tradición se imponía.

Con estas prácticas y relaciones en las que se movió la educación por décadas,  y dentro de ellas  el magisterio colombiano,  era muy difícil, casi imposible, hacer exigencias de calidad en relación con métodos, evaluación, capacitación e idoneidad docente en general.

Lo dicho acá, de forma rápida, en relación con los docentes para la mayoría de los colombianos se ubica en años muy lejanos, casi remotos; especialmente antes de los años ochenta del siglo XX. Sin embargo lo que hoy se evidencia es que esas prácticas se convirtieron en un verdadero lastre del que la educación no ha podido despegarse desde los años noventa cuando se legalizaron buenas intenciones que venían planteándose desde los años ochenta. Esas buenas intenciones se plasmaron, especialmente,  en la ley 115 de 1994 (Ley General de Educación) y en los primeros años del siglo XXI con la ley 115. Las dos con sus decretos y directrices.

Esas prácticas y relaciones politiqueras, clientelistas, que poca o nula exigencia permitían hacer a la práctica docente, marcaron de forma profunda el magisterio colombiano a tal punto que las propuestas, decretos, leyes y directrices que han pretendido introducir cambios desde la academia o desde el gobierno, han logrado poco y en muchos casos se han convertido en verdaderos fracasos. El peso de la tradición  y la natural resistencia humana al cambio siguen pesando de forma clara en el magisterio actual y  no harán fácil que los cambios necesarios lleguen a la cotidianidad de las escuelas y colegios públicos de Colombia, para asumir las necesidades que la educación del siglo XXI requiere.

Mientras no se adelanten acciones que se traduzcan  en resultados concretos y medibles la tradición  y la facilidad del ser humano para acomodase, neutralizarán cualquier propuesta de cambio que incomode. Los cambios incomodan y lo incómodo se rechaza a como dé lugar. Mientras los cambios y propuestas solo se queden en buenas intenciones y no se generen los mecanismos efectivos para que los cambios se concreten, no se pasará de haber tenido buenas intenciones. No olvidemos que a partir de buenas intenciones se han generado no pocos de los peores  fracasos de la humanidad.

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