domingo, 27 de julio de 2014

Una opinión en relación con los necesarios cambios en el magisterio colombiano

En relación con la educación en Colombia es mucho lo que se pueden decir pero para hacer los  cambios de fondo, es necesario no perder de vista algunas facetas importantes de la realidad en la que ha estado y aún sigue estando la educación en Colombia.

Se afirma, con razón, que uno de los principales elementos a tener en cuenta para elevar la calidad de la educación en Colombia es el magisterio. En esa línea se propone  revisar los sueldos, la formación, la evaluación, el reconocimiento social y en general dignificar la condición del docente; hacer llamativa la profesión para que lleguen los mejores profesionales o, al menos, mejores que muchos de los que hoy ejercen la docencia.

Cambiar el magisterio actual por uno nuevo con características ideales, acordes a las exigencias de la educación actual y futura, hace necesario revisar algunas causas del porqué se ha llegado a tener el magisterio que hoy tenemos calificado por muchos como  no idóneo para enfrentar las exigencias educativas de la actualidad.

La politiquería y su concepción de lo público

Uno de los más pesados lastres con los que ha tenido que cargar el magisterio colombiano es la politiquería. Todas las ramas y las instituciones públicas han estado desde sus inicios manipuladas por los politiqueros de turno, verdaderas mafias que no han tenido objetivo distinto que el de sacar el máximo provecho de los recursos del estado. De ello no se salvó el magisterio. Antes de la implantación del concurso como mecanismo para el ingreso de nuevos docentes  al magisterio colombiano, los nombramientos obedecían, con pocas excepciones,  a los intereses politiqueros, no a los intereses de la educación. Hizo carrera la práctica de convertir el sector educativo  en uno de los más efectivos para que los politiqueros pagaran cuotas y favores que los mantuvieran en el poder. Por esa vía llegaron al magisterio no pocos que a pesar de tener un título relacionado con la educación, o sin tenerlo, estaban lejos de tener la vocación y disposición de aportarle verdaderamente a la educación. Lo anterior sumado a una buena  estabilidad laboral, comparada con otros cargos públicos o privados, convertía al magisterio en un medio llamativo especialmente para quienes tenían pocas oportunidades laborales. Una vez nombrado solo bastaba sumarse a lo existente y justificar los pobres resultados de la función docente, si en algún momento había que hacerlo, a partir de enumerar la falta de recursos y de verdaderas políticas educativas estatales. Bajo estas condiciones lo que menos importaba era la idoneidad de los docentes. No es fácil negar que en la actualidad (2014) las prácticas  politiqueras directas no sigan incidiendo en los nombramientos de docentes, especialmente los provisionales para cubrir retiros, jubilaciones, licencias o plazas a las que pocos aceptan ir por ser de difícil acceso o por estar en zonas de gran problemática social.

La educación como un medio no como un fin

En Colombia fue normal que los directamente relacionados con la educación, en cualquier nivel, los movieran intereses diferentes a los de la educación. Con excepciones, como en todo, los altos cargos administrativos relacionados con la educación se centraban más en lo politiquero  que en los objetivos y fines últimos de la educación.  En los departamentos, sin descartar el nivel nacional, las secretarías de educación eran, hasta hace poco, de las cuotas burocráticas menos apetecidas para pagar favores políticos. Para quienes llegaban a ese cargo, su preocupación principal estaba centrada en cuánto dinero había para ejecutar, cuántos cargos para nombrar y qué tanto peso se podía tener en la administración del ente territorial. Poca o nula preocupación había por la calidad de la educación; poca o nula preocupación por los docentes en lo que tiene que ver con su idoneidad, sus prácticas de aula, modelos educativos aplicados, niveles de desempeño de los estudiantes. En lo que tenía que ver con los docentes la principal preocupación tenía que ver con cuántos y a cuáles se podían nombrar.

En el nivel de las instituciones educativas no siempre  las principales preocupaciones estaban relacionadas con la educación. La llegada a la instituciones educativas de un buen número de rectores, coordinadores, docentes, secretarias, bibliotecarias, administrativos se daba por razones diferentes al interés claro de aportarle a la educación. La docencia y otros cargos relacionados, fueron vistos y asumidos, especialmente para los pobres con algún nivel educativo, como cualquier otro trabajo y con ventajas como la estabilidad y reconocimiento social. Era una muy buena forma de sobrevivir.  

Desempleo, amistad con los politiqueros de turno, relación de intereses personales con la administración municipal fueron las razones fundamentales para vincularse a la educación. Bajo estas condiciones y sin una administración municipal, departamental o nacional que se preocupara realmente por la función docente, no se podían esperar mejores resultados de la función docente. No había autoridad moral para exigir mejores resultados o ni siquiera se pensaba en mejores resultados porque había coincidencia en que así debía ser la educación.

En las familias de la mayoría de los estudiantes de escuelas y colegios públicos se decidía que sus hijos fueran a la escuela por razones diferentes a lo educativo. La educación se veía eminentemente como medio para la movilidad social o para acceder a mejores ingresos. Ascenso social y económico, especialmente, sin mayor preocupación por lo que los estudiantes aprendían, por sus niveles de desempeño, por las metodologías aplicadas o por la pertinencia de lo aprendido. Las pocas críticas o exigencias que abiertamente los padres hacían a un docente  estaban más relacionadas con la reprobación de su hijos, que con el  cómo enseñaba, cuál era su metodología, cómo evaluaba, qué títulos tenía, cuanto aprendía su hijo o qué capacitación recibía ese docente. En general el magisterio no tenía mucho de qué preocuparse en relación con los padres de familia, más allá de promover a sus hijos. Con pocas excepciones, las reprobaciones y otras decisiones de los docentes no se cuestionaban. También se aceptaban, en buena medida, los maltratos.  

En las instituciones de educación pública, la mayoría de los estudiantes no tenían mayores preocupaciones por  qué se aprende, cuánto se aprende y cómo se aprende. De estudiar,  lo importante era “pasar”. La principal preocupación del estudiante estaba  en la nota aprobatoria, en el concepto aprobatorio del docente. Para cumplir esa meta el estudiante rápidamente se daba cuenta que la mejor estrategia era hacer lo que el docente pedía o quería, esa ara la mejor garantía para ser aprobado o promovido al grado siguiente.  Bajo estas circunstancias, tampoco desde los estudiantes, los docentes tenían mayor exigencia. Los que cuestionaban eran pocos; la tradición se imponía.

Con estas prácticas y relaciones en las que se movió la educación por décadas,  y dentro de ellas  el magisterio colombiano,  era muy difícil, casi imposible, hacer exigencias de calidad en relación con métodos, evaluación, capacitación e idoneidad docente en general.

Lo dicho acá, de forma rápida, en relación con los docentes para la mayoría de los colombianos se ubica en años muy lejanos, casi remotos; especialmente antes de los años ochenta del siglo XX. Sin embargo lo que hoy se evidencia es que esas prácticas se convirtieron en un verdadero lastre del que la educación no ha podido despegarse desde los años noventa cuando se legalizaron buenas intenciones que venían planteándose desde los años ochenta. Esas buenas intenciones se plasmaron, especialmente,  en la ley 115 de 1994 (Ley General de Educación) y en los primeros años del siglo XXI con la ley 115. Las dos con sus decretos y directrices.

Esas prácticas y relaciones politiqueras, clientelistas, que poca o nula exigencia permitían hacer a la práctica docente, marcaron de forma profunda el magisterio colombiano a tal punto que las propuestas, decretos, leyes y directrices que han pretendido introducir cambios desde la academia o desde el gobierno, han logrado poco y en muchos casos se han convertido en verdaderos fracasos. El peso de la tradición  y la natural resistencia humana al cambio siguen pesando de forma clara en el magisterio actual y  no harán fácil que los cambios necesarios lleguen a la cotidianidad de las escuelas y colegios públicos de Colombia, para asumir las necesidades que la educación del siglo XXI requiere.

Mientras no se adelanten acciones que se traduzcan  en resultados concretos y medibles la tradición  y la facilidad del ser humano para acomodase, neutralizarán cualquier propuesta de cambio que incomode. Los cambios incomodan y lo incómodo se rechaza a como dé lugar. Mientras los cambios y propuestas solo se queden en buenas intenciones y no se generen los mecanismos efectivos para que los cambios se concreten, no se pasará de haber tenido buenas intenciones. No olvidemos que a partir de buenas intenciones se han generado no pocos de los peores  fracasos de la humanidad.

jueves, 24 de julio de 2014



200 años después Seguimos acatando, pero incumpliendo 


Walter Ordoñez Triana






La ley es sorda, inexorable, destinada a proteger a los pobres más bien que a los ricos y no admite debilidad e indulgencia cuando se violan sus límites.
Tito Livio

Cuantas más leyes y ordenanzas se dicten, más ladrones habrá.
Lao Tse




Mi intención no es hacer precisiones históricas a propósito de los 200 años del proceso de independencia de las colonias españolas en América o teorizar sobre las instituciones en general. Si quiero expresar algunas opiniones respecto a la importancia de las instituciones, a su necesidad para concretar cambios significativos y positivos en los procesos sociales, económicos, culturales de nuestro país y dentro de él el Departamento, municipio o subregión.

De La Colonia al siglo XX

En la Colonia se crearon instituciones de diferente tipo y con diferentes objetivos. A manera de ejemplo podemos citar La Encomienda y los Resguardos que buscaban evitar el exterminio de los indios a manos de los españoles que se beneficiaban con su fuerza de trabajo, llegando al verdadero abuso. Frente a las Cédulas Reales que crearon instituciones para proteger a los indios, la actitud de los que se beneficiaban de ellos fue la del incumplimiento. En general, frente a las disposiciones que pudieran ir en contra de los intereses económicos o sociales de los españoles en América o de los criollos poderosos, se impuso la práctica de “se acata pero no se cumple”. Estas disposiciones desacatadas no buscaban poner en igualdad de condiciones a indios y blancos, buscaban no acabar con una base social sin la cual las relaciones económicas de la época no podía mantenerse, sin embargo los que se beneficiaban de la fuerza de los indios o negros esclavos no lo entendían así, no miraban más allá de sus intereses personales e inmediatos, por ello no creían importante cumplir dichas normas. No querían oponerse al Rey, no cuestionaban al Estado existente, pero tampoco veían que con su práctica ayudaban a socavar la legitimidad y continuidad del estado monárquico; no entendían que con ello contribuían a hacer inviable el régimen del que ellos se beneficiaban.
En La Colonia las encomiendas, haciendas, plantaciones y explotaciones mineras se beneficiaban de la mano de obra esclava y del trabajo obligado, podríamos decir forzado, de indios y mestizos. Las colonias americanas dejaron de existir como instituciones político administrativas del Imperio Español, pero muchas de sus prácticas, sus costumbres, sus relaciones sociales se mantuvieron hasta mediados del siglo XX, a pesar de la independencia y de instituciones republicanas. Los hacendados y terratenientes de la primera etapa de La República, no solo heredaron las encomiendas y haciendas de La Colonia, también heredaron y se beneficiaron de las relaciones y prácticas coloniales. Al terminar las guerras de independencia el principal reconocimiento a los militares participantes en ellas, fueron las tierras del estado republicano, con lo cual surgen nuevos terratenientes y hacendados quienes implementaron las mismas prácticas coloniales que ellos habían combatido y habían jurado erradicar (Muchos de los nuevos terratenientes no recibieron tierras, se las tomaron).

En la Colonia todas las tierras y explotaciones mineras pertenecían al rey y el acceso legal a ellas se hacía mediante Cédula Real. En La República hasta bien entrado el siglo XX, los servidores del estado, especialmente los militares, se pagaban o se hacían pagar los servicios prestados con tierras del estado. Es decir, en la colonia el Rey negociaba y establecía lealtades a partir de las tierras que le pertenecían y en La República a pesar de ser un nuevo estado y la tierra ya no era del Rey, seguía siendo la tierra el principal medio de pago, por los servicios prestados a la patria. Fueron muchos los militares y muchas las tierras que obtuvieron por esta vía, pues fueron numerosas las guerras del siglo XIX. Recordemos que después de la guerra de independencia, y antes de terminar el siglo XIX se dieron ocho guerras: 1839, 1851, 1854, 1861, 1875, 1885, 1895 y la llamada de los Mil días (1899-1901)

Es fácil entender que un gran hacendado de comienzos del siglo XIX, heredero de las haciendas de La Colonia y también de su forma de pensar, quien en la práctica era amo dueño y señor de grandes extensiones de tierra y de quienes trabajaban en ella, no estaba dispuesto a permitir que las instituciones del nuevo estado republicano (débil aun) le impusieran nuevas reglas para tratar a sus peones o cuasi siervos; es fácil pensar que en general no estaba dispuesto a respetar unas reglas de juego que podríamos llamar “modernas”, porque contradecían sus prácticas y su forma de pensar que seguían siendo coloniales. Lo que no es tan fácil entender es que esta actitud se mantuviera de forma clara hasta mediados del siglo XX, la permanencia de ésta actitud explica buena parte de las ocho guerras, es decir, que lo que se defendía en los discursos y se plasmaba en las constituciones -constituciones que venían una tras otra cada una con su guerra- no se cumplía en la práctica.
Terminada La Colonia, la debilidad de las nacientes instituciones republicanas y especialmente la mentalidad colonial, que como se ha dicho no murió con la Colonia, hicieron difícil el cambio (es posible que hoy esa debilidad y esa mentalidad sigan impidiendo el cambio). A manera de ejemplo tomemos algo relacionado con la libertad, principal bandera de los procesos de independencia. Por ella se convocó, por ella se murió. Prometiéndola se convenció a negros, indios y mestizos de que se convirtieran en soldados; sin embargo la abolición de la esclavitud y demás relaciones de sometimiento, debieron esperar décadas o más de un siglo para concretarse, si es que así lo podemos afirmar. Una mirada rápida: Simón Bolívar y Francisco Miranda habían liberado sus esclavos o quisieron liberarlos para convertirlos en soldados y de paso incentivar a otros esclavos a enrolarse en los ejércitos independentistas con la promesa de que derrotados los españoles se acabaría la esclavitud (en 1814 el dictador Juan del Corral ordenó la libertad a los hijos de esclavos nacidos en Antioquia). La misma promesa había hecho Pablo Morillo en 1815 a los esclavos en Cartagena, si se sumaban a su reconquista. En lo que hoy es Colombia, la esclavitud fue abolida legalmente en 1851 bajo el gobierno de José Hilario López, 32 años después de derrotados los españoles. Fue abolida legalmente, porque en la práctica pasaron décadas para que se concretara, pues los que se beneficiaban de ella recurrieron a múltiples estrategias para seguir explotando a los negros, indios y mestizos. Colombia hasta la década de 1970 era mayoritariamente rural y las relaciones de los campesinos, terrazgueros, arrendatarios y peones con los dueños de las fincas y haciendas no distaban mucho de lo que se daba en La Colonia, 200 años antes. Los típicos gamonales, que se resisten a desaparecer, encarnan mucho de esa mentalidad y práctica colonial. La mentalidad colonial no se fue con los virreyes y chapetones.
Bien entrado el siglo XX, cien años después de la independencia, la esclavitud cobró nueva vida en las caucherías de la Amazonía. En la Amazonía colombiana, comunidades enteras de indígenas fueron exterminadas a manos de los caucheros, ante la actitud permisiva y en ocasiones cómplice de las autoridades colombianas.



Nuevas Instituciones, viejas prácticas

A estas alturas de la historia es posible que no exista un país en el que no se haya dado una guerra, un alzamiento u organizado un movimiento social o político con la libertad como bandera principal. En nuestro caso esa guerra y sus implicaciones se dio hace ya 200 años y casi al mismo tiempo en todas las colonias del Imperio Español del siglo XIX. Más rápido o más lento todas las colonias terminaron convertidas en nuevas repúblicas, intentando construir cada una su Estado Nación. Dejó de existir el poderoso Imperio Español, que con las independencias recibió el golpe final, pues su muerte había comenzado con los cambios en las concepciones y prácticas económicas, sociales y políticas que se habían impuesto o estaban avanzando más rápido en otros imperios como el inglés y francés; aportaron también al entierro de esa expresión de estado y de gobierno, los avances científicos y tecnológicos, menos difundidos o menos aceptados en el imperio español ya en decadencia.

Al comenzar el siglo XIX , aparte de su debilidad interna, al Imperio Español lo hacían menos viable dos hechos políticos que se habían concretado en la segunda mitad del siglo XVIII: la independencia de los Estados Unidos de América (1776) y la Revolución Francesa (1789). Los principios y filosofía que impulsaron estas revoluciones y que se propagaban rápidamente, llevarían a su muerte definitiva. Las independencias eran cuestión de tiempo. Para mediados del siglo XIX la Revolución Francesa se impone en buena parte de Europa y los Estados Unidos de América emergen como un proyecto de nación claro, perfilándose como nueva potencia. Francia, Inglaterra y Estados Unidos de América se convierten así en referentes difíciles de pasar por alto para las excolonias españolas.
De lo dicho y hecho por estas revoluciones se importaron o se intentaron importar Leyes, formas de gobierno, prácticas económicas, organizaciones partidistas, ciencias, tecnologías, ideologías. Para tratar de aplicar en Colombia estas ideologías, concepciones económicas, formas de gobierno y demás, era necesario crear nuevas instituciones que reemplazaran las instituciones coloniales. Dice, Jorge Orlando Melo González: “se establecieron, casi de la nada, mecanismos de representación, cuerpos legislativos, un sistema judicial con Corte Suprema y otros tribunales, código civil y penal, procedimientos electorales, sistemas monetarios, dos partidos políticos”.

Sin hacer profundos estudios de la historia de Colombia, no es nuevo ni descabellado afirmar, que buena parte de los criollos que lideraron las guerras de independencia e incluso murieron en ellas, lo que realmente pretendían no eran cambios hacia unas relaciones sociales y formas de gobierno más justas para todos. El móvil verdadero, al parecer, era el de acceder al poder, cosa que no podían hacer mientras estuvieran los peninsulares detentándolo y era lógico que al alcanzar dicho objetivo, como lo hicieron, no tuvieran intenciones claras de cambiar las relaciones e instituciones de la Colonia.

Las nuevas instituciones eran El Estado y quienes querían el poder fueron acomodándose poco a poco para ponerlo a su servicio, se creó una red de funcionarios especializados no en el manejo eficiente de las instituciones, si no, en usufructuar los recursos del estado. Las instituciones oficiales cuyo principal objetivo, al ser creadas, era el de garantizar igualdad o condiciones más equitativas para todos, pasaron a ser propiedad de clientelas que las tomaron como propias. Podríamos encontrar instituciones que han sido heredadas como si fueran haciendas o fincas familiares.
Se impuso la idea de que pertenecer a una institución o estar en ella no era para ponerse a su servicio, si no, para ponerla al servicio de quien estaba en ella. Se hizo norma aquello de que llegar o estar en una institución no era para aportarle, si no, para extraerle. Era normal que alcaldes, gobernadores, ministros, oficiales de las diferentes fuerzas, senadores, diputados, funcionarios de alto rango, presidentes de la república llegaran a las instituciones para ponerlas a su servicio, al servicio de sus amigos, de su familia y de su clientela. De allí se obtenían contratos, sueldos, pensiones, porcentajes, reconocimiento, información privilegiada. Cuando se dio la nueva forma de enriquecerse con las instituciones públicas, la arremetida privatizadora del último cuarto del siglo XX y aun a comienzos del XXI, no hubo, para la mayoría de los casos, autoridad moral ni argumentos administrativos para evitarlo.
Al hablar del Estado y sus instituciones en Colombia en el siglo XX, Salomón Kalmanovitz nos dice: “La realidad ha sido un estado históricamente débil, pobremente financiado y apoyado en las redes de clientes de los políticos profesionales a quienes los poderes dominantes delegan el oficio de la política. Eso les otorga el derecho a usufructuar personalmente de los recursos públicos, tal como lo hicieron antes los que consideraron al Estado como su patrimonio particular. Las instituciones de vigilancia se tornan en peajes para los que roban y para los que no lo hacen pero requieren de su visto bueno. El sistema político clientelista es anti-meritocrático y anti-competitivo. Predomina el conflicto para capturar rentas y está ausente la cooperación para lograr que el gasto público sea un elemento de desarrollo económico y de equidad social. Gana el ventajismo, el que no respeta las reglas ni la ley y el que recurre a la movilización vociferante. Impera la mediocridad en el sistema educativo. Domina el parroquianismo. La violencia se extiende a los territorios por los que compiten los grupos armados de la subversión y donde surgen las autodefensas, más despóticas aún, cómo respuesta.”

Ricos pobres

Una de las retahílas más repetidas en colegios y escuelas desde hace décadas y en los medios de comunicación en los últimos años, es esa que hace énfasis en la riqueza colombiana: Colombia tiene costas en dos mares, Colombia la mejor esquina de Suramérica, Colombia posee todos los climas, Colombia produce las esmeraldas más finas del mundo, somos el segundo productor mundial de café; en nuestro subsuelo tenemos grandes yacimientos de carbón, petróleo, oro, platino; contamos con grandes reservas de maderas, caucho y otras materias primas. Colombia tiene una de las mayores riquezas de flora y fauna... No es fácil enumerar y menos describir las riquezas colombianas. A pesar de que así nos lo hayan repetido y nos lo hayamos repetido desde niños es necesario levantar la mirada y observar otros elementos relacionados con la riqueza.
Un rasgo claro de lo moderno es el desarrollo de instituciones que recojan intereses de un colectivo, contrario a lo que se daba en la premodernidad donde el rey, el dictador, el señor, el jefe,... tomaban decisiones de acuerdo a su conveniencia o su convicción personal y no había mecanismo alguno que lo impidiera. Así eran los valores de ese tiempo, así se aceptaba en ese tiempo, era el tiempo en que las instituciones eran individuos: la monarquía era el rey y, salvo por algunos impedimentos propios de la época, él hacia lo que quisiera. Los inicios de los tiempos modernos, se caracterizaron por cuestionar ese sistema de toma de decisiones y de concentración del poder, buscando que las sociedades o grupos de personas establecieran acuerdos y las decisiones se tomaran a partir de esos acuerdos, esa es la base de la democracia moderna; eso es lo que busca la democracia moderna, a pesar de todas las dificultades y contradicciones que ello implica. Las instituciones democráticas tienen como objetivo principal, oponerse a las decisiones arbitrarias o a la primacía de intereses individuales; las instituciones democráticas deben propender siempre por el interés colectivo que recoge los intereses de los individuos.

La inexistencia de instituciones democráticas o la debilidad de las existentes es una muestra clara de relaciones premodernas, antidemocráticas; la inexistencia o debilidad de las instituciones se convierte en una enorme talanquera para el desarrollo de una sociedad o grupo de personas.

Cuando miramos un poco las características de los llamados países desarrollados lo que resalta, junto con la prosperidad económica y el avance tecnológico y científico, es la fortaleza y respeto de las instituciones; instituciones cuyos principios son tenidos en cuenta por propios y extraños; en esas sociedades hay confianza en que las decisiones institucionales son tomadas a partir de unos principios claros y no de caprichos o intereses particulares. Aunque no falten los abusadores, lo anterior es una tendencia clara en los pueblos llamados desarrollados.
En Colombia, la tendencia característica es hacia el desconocimiento institucional, a invalidar o anular lo institucional a cambio de lo personal, lo familiar o lo partidista. Esa fue la tendencia en La Colonia y luego en La República cuando se trajeron las instituciones desde Europa. Esas instituciones en su momento se convirtieron en los feudos de los caudillos y poderosos de la época: La justicia, las alcaldías, la presidencia, las gobernaciones, el ejército, la educación, ... Hubo preocupación por tenerlas, pero para usufructuarlas de acuerdo a intereses personales. La preocupación no estaba en cómo hacer que funcionaran bien, sino, en cómo tenerlas para manejarlas y explotarlas para beneficio personal (así se entienden las decenas de guerras nacionales y regionales). Ese lastre ha llevado a que Colombia no haya podido acceder a niveles sociales, económicos, políticos y culturales propios de un país desarrollado.

Lo anterior explica en gran parte porqué existen países que a pesar de su riqueza son pobres como es el caso colombiano y otros que a pesar de sus recursos, no tan abundantes, tienen condiciones de países desarrollados. La riqueza, en este caso, no se refiere a la cantidad de recursos materiales existentes en una región o país determinado sino a la capacidad que se tiene para aprovecharlos de forma inteligente, de forma organizada. Organizarse, ponerse de acuerdo respecto a cómo aprovechar lo que se tiene, termina siendo más importante, en un momento dado, que las riquezas existentes.
Desde los inicios de la vida republicana se repite, casi mecánicamente, que Colombia es de los países más ricos en...., es el más rico en ...., es una potencia en… y: ¿qué con eso mientras no seamos capaces de desarrollar proyectos o acuerdos que nos permitan aprovechar esas condiciones ventajosas?. Muchos recursos sin unos acuerdos claros y respetados por todos, solo aumentan los conflictos y con ellos la pobreza, el atraso en todos los campos.

A manera de conclusión podemos afirmar que la causa más clara de nuestra pobreza, de nuestro subdesarrollo, está en la incapacidad para hacer acuerdos y cumplirlos. Salir de ese estado implica afrontar de forma seria y concreta el cumplimiento de los acuerdos, de los deberes, de los compromisos adquiridos, es decir, fortalecer nuestras instituciones.


Referencias bibliográficas

- González, Fernán E. Partidos, guerras e Iglesia en la construcción del Estado nación en Colombia (1839-1900). La Carreta Editores- CINEP. (Medellín- Colombia) 2006

- Kalmanovitz, Salomón. LAS INSTITUCIONES COLOMBIANAS EN EL SIGLO XX. Universidad Nacional de Colombia, Cátedra Manuel Ancízar -El desarrollo económico y social de Colombia en el siglo XX-. Bogotá 2002

- Melo González, Jorge Orlando. INSTITUCIONES DE COLOMBIA: UNA HISTORIA INCONCLUSA. Revista Credencial Historia.(Bogotá - Colombia). Edición 145 Enero de 2002