En
relación con la educación en Colombia es mucho lo que se pueden decir pero para
hacer los cambios de fondo, es necesario
no perder de vista algunas facetas importantes de la realidad en la que ha estado
y aún sigue estando la educación en Colombia.
Se
afirma, con razón, que uno de los principales elementos a tener en cuenta para elevar
la calidad de la educación en Colombia es el magisterio. En esa línea se
propone revisar los sueldos, la formación,
la evaluación, el reconocimiento social y en general dignificar la condición del
docente; hacer llamativa la profesión para que lleguen los mejores profesionales
o, al menos, mejores que muchos de los que hoy ejercen la docencia.
Cambiar
el magisterio actual por uno nuevo con características ideales, acordes a las
exigencias de la educación actual y futura, hace necesario revisar algunas causas
del porqué se ha llegado a tener el magisterio que hoy tenemos calificado por
muchos como no idóneo para enfrentar las
exigencias educativas de la actualidad.
La politiquería y su
concepción de lo público
Uno
de los más pesados lastres con los que ha tenido que cargar el magisterio
colombiano es la politiquería. Todas las ramas y las instituciones públicas han
estado desde sus inicios manipuladas por los politiqueros de turno, verdaderas
mafias que no han tenido objetivo distinto que el de sacar el máximo provecho
de los recursos del estado. De ello no se salvó el magisterio. Antes de la implantación
del concurso como mecanismo para el ingreso de nuevos docentes al magisterio colombiano, los nombramientos obedecían,
con pocas excepciones, a los intereses
politiqueros, no a los intereses de la educación. Hizo carrera la práctica de convertir
el sector educativo en uno de los más
efectivos para que los politiqueros pagaran cuotas y favores que los
mantuvieran en el poder. Por esa vía llegaron al magisterio no pocos que a
pesar de tener un título relacionado con la educación, o sin tenerlo, estaban
lejos de tener la vocación y disposición de aportarle verdaderamente a la
educación. Lo anterior sumado a una buena estabilidad laboral, comparada con otros cargos
públicos o privados, convertía al magisterio en un medio llamativo
especialmente para quienes tenían pocas oportunidades laborales. Una vez nombrado solo bastaba sumarse a lo existente y justificar los pobres resultados de la función
docente, si en algún momento había que hacerlo, a partir de enumerar la falta
de recursos y de verdaderas políticas educativas estatales. Bajo estas
condiciones lo que menos importaba era la idoneidad de los docentes. No es
fácil negar que en la actualidad (2014) las prácticas politiqueras directas no sigan incidiendo en
los nombramientos de docentes, especialmente los provisionales para cubrir retiros, jubilaciones,
licencias o plazas a las que pocos aceptan ir por ser de difícil acceso o por
estar en zonas de gran problemática social.
La educación como un medio no como un fin
En
Colombia fue normal que los directamente relacionados con la educación, en
cualquier nivel, los movieran intereses diferentes a los de la educación. Con excepciones,
como en todo, los altos cargos administrativos relacionados con la educación se
centraban más en lo politiquero que en
los objetivos y fines últimos de la educación. En los departamentos, sin descartar el nivel
nacional, las secretarías de educación eran, hasta hace poco, de las cuotas
burocráticas menos apetecidas para pagar favores políticos. Para quienes
llegaban a ese cargo, su preocupación principal estaba centrada en cuánto dinero
había para ejecutar, cuántos cargos para nombrar y qué tanto peso se podía tener
en la administración del ente territorial. Poca o nula preocupación había por
la calidad de la educación; poca o nula preocupación por los docentes en lo que
tiene que ver con su idoneidad, sus prácticas de aula, modelos educativos aplicados,
niveles de desempeño de los estudiantes. En lo que tenía que ver con los
docentes la principal preocupación tenía que ver con cuántos y a cuáles se podían
nombrar.
En
el nivel de las instituciones educativas no siempre las principales preocupaciones estaban relacionadas
con la educación. La llegada a la instituciones educativas de un buen número de
rectores, coordinadores, docentes, secretarias, bibliotecarias, administrativos
se daba por razones diferentes al interés claro de aportarle a la educación. La
docencia y otros cargos relacionados, fueron vistos y asumidos, especialmente
para los pobres con algún nivel educativo, como cualquier otro trabajo y con ventajas
como la estabilidad y reconocimiento social. Era una muy buena forma de
sobrevivir.
Desempleo, amistad con los politiqueros de turno, relación de intereses personales con la administración municipal fueron las razones fundamentales para vincularse a la educación. Bajo estas condiciones y sin una administración municipal, departamental o nacional que se preocupara realmente por la función docente, no se podían esperar mejores resultados de la función docente. No había autoridad moral para exigir mejores resultados o ni siquiera se pensaba en mejores resultados porque había coincidencia en que así debía ser la educación.
En
las familias de la mayoría de los estudiantes de escuelas y colegios públicos se
decidía que sus hijos fueran a la escuela por razones diferentes a lo educativo.
La educación se veía eminentemente como medio para la movilidad social o para
acceder a mejores ingresos. Ascenso social y económico, especialmente, sin mayor
preocupación por lo que los estudiantes aprendían, por sus niveles de desempeño, por
las metodologías aplicadas o por la pertinencia de lo aprendido. Las pocas críticas
o exigencias que abiertamente los padres hacían a un docente estaban más relacionadas con la reprobación de
su hijos, que con el cómo enseñaba, cuál
era su metodología, cómo evaluaba, qué títulos tenía, cuanto aprendía su hijo o
qué capacitación recibía ese docente. En general el magisterio no tenía mucho de
qué preocuparse en relación con los padres de familia, más allá de promover a
sus hijos. Con pocas excepciones, las reprobaciones y otras decisiones de los
docentes no se cuestionaban. También se aceptaban, en buena medida, los
maltratos.
En
las instituciones de educación pública, la mayoría de los estudiantes no tenían
mayores preocupaciones por qué se
aprende, cuánto se aprende y cómo se aprende.
De estudiar, lo importante era “pasar”. La
principal preocupación del estudiante estaba en la nota aprobatoria, en el concepto
aprobatorio del docente. Para cumplir esa meta el estudiante rápidamente se
daba cuenta que la mejor estrategia era hacer lo que el docente pedía o quería,
esa ara la mejor garantía para ser aprobado o promovido al grado siguiente. Bajo estas circunstancias, tampoco desde los
estudiantes, los docentes tenían mayor exigencia. Los que cuestionaban eran
pocos; la tradición se imponía.
Con
estas prácticas y relaciones en las que se movió la educación por décadas, y dentro de ellas el magisterio colombiano, era muy difícil, casi imposible, hacer exigencias
de calidad en relación con métodos, evaluación, capacitación e idoneidad
docente en general.
Lo
dicho acá, de forma rápida, en relación con los docentes para la mayoría de los
colombianos se ubica en años muy lejanos, casi remotos; especialmente antes de
los años ochenta del siglo XX. Sin embargo lo que hoy se evidencia es que esas
prácticas se convirtieron en un verdadero lastre del que la educación no ha
podido despegarse desde los años noventa cuando se legalizaron buenas
intenciones que venían planteándose desde los años ochenta. Esas buenas
intenciones se plasmaron, especialmente, en la ley 115 de 1994 (Ley General de Educación)
y en los primeros años del siglo XXI con la ley 115. Las dos con sus decretos y
directrices.
Esas
prácticas y relaciones politiqueras, clientelistas, que poca o nula exigencia permitían
hacer a la práctica docente, marcaron de forma profunda el magisterio colombiano
a tal punto que las propuestas, decretos, leyes y directrices que han
pretendido introducir cambios desde la academia o desde el gobierno, han
logrado poco y en muchos casos se han convertido en verdaderos fracasos. El peso
de la tradición y la natural resistencia
humana al cambio siguen pesando de forma clara en el magisterio actual y no harán fácil que los cambios necesarios
lleguen a la cotidianidad de las escuelas y colegios públicos de Colombia, para
asumir las necesidades que la educación del siglo XXI requiere.